Aftersun (2022): reflexiones venideras sobre el abandono y la pérdida
Can the child within my heart rise above?… Hmm hmm, I don’t know
(«Landslide», Fleetwood Mac)
Just lead me to a choler, dad, that’s the thing
(«Heavenly Father», Bon Iver)
La frecuencia de azules, blancos, rojos y amarillos en Aftersun refuerzan la sensibilidad finalmente desgarradora en la propuesta aural. Efectos sonoros de olas, la cámara digital utilizada por Sophie y la música ya venían asomando el hallazgo de esta obra: asemejarse en ritmo, intensidad e improvisación, a la vida.
En ese sentido y como ningún otro arte, el cine nos hace creer que una creación puede ser similar a nuestro día a día. Por esto, las películas ofrecen mayor certeza de que podemos mantener distancia vital entre nuestras expectativas y los vínculos.
Charlotte Wells, desde la primera escena, reelabora eso con sonidos, primeros planos, imágenes congeladas y el reflejo de una sombra pequeña, difusa y casi desapercibida. Zooms, píxeles y pulsos temblorosos acentúan el hecho de que el material de archivo* es algo diferente a la vida, aunque gracias a lo que se despierta en la memoria, contiene tantísimo de aquella.
Su obra parece hecha con la inocencia puntillosa de Sophie (Francesca Corio). La protagonista viaja unos días a Torremolinos con Calum, su papá (Paul Mescal). Wells trabajó siete años en este retrato, por esto se siente que sabe de lo que habla y su pulso emocional es palpable.
Con la paleta de colores, la realizadora y su equipo reafirman que las pérdidas de la adultez son más amargas de lo que parecen en la infancia. El color más significativo para ejemplificar esto probablemente sea el rojo, presente hasta en el teléfono de juguete que Calum pidió cuando sus padres olvidaron su undécimo cumpleaños.
La propuesta sonora embarga con la recurrencia de esas tonalidades y las canciones escogidas. Se siente cuando Sophie improvisa “Losing my religion”, en un karaoke donde el padre no sube a cantar con ella a pesar de sus pedidos tiernos y urgentes.
Sonidos de respiraciones y olas también son pistas de que este viaje se esfumará con mucha más precisión de lo que podamos denominar como melancolía. Charlotte decreta pérdidas tan ondas que la muerte paterna sugerida en la escena donde él se entrega a la noche y al mar, persiste como si él de veras hubiera muerto. Y gracias a las firmes sutilezas del montaje, el duelo ya ella lo vino narrando con primerísimos planos y detalles de objetos.
Solo una escena minimiza en la imagen a padre e hija. En medio de tanto mar, él le dice, fuera de plano y auralmente cerca de nosotros, que ella le hable de lo que sea cuando y si quiere. Mientras, el mar rodeando el ambos ínfimos personajes nos sugieren que la naturaleza sobrepasará este pedido.
Pies paternos y manos niñas trazan a su vez la expresividad que advierte los desaciertos de él, y las consecuencias que ella tendrá que asumir en la breve adultez mostrada en un par de escenas. Esa Sophie (Celia Rowlson-Hall) es quien observa aquel material de infancia. Así Wells también puntualiza semejanzas con el recuerdo, clara de que el único presente es el de quien observa fuera de escena.
Entonces, ¿de qué material está hecha la niñez? De imágenes digitales y de ausencias, apresuraremos a responder los contemporáneos con la realizadora.
Pero la mayor dificultad para abordar esta obra es que no basta toda la biblioteca de referencias psicológicas, filosóficas o estéticas que podamos citar. La escena donde ella lo entrevista reconoce que estos días juntos serán insuficientes para poner en palabras, música e imagen la fuerza flexible de los recuerdos.
En esa, el plano incluye cuatro libros, la cámara digital que da pistas del futuro de Sophie, el televisor, el espejo y los reflejos difusos de padre e hija. Estos son proyecciones que se escapan de los gestos y representan las evasivas paternas.
Así la realizadora mantiene firmeza y ambigüedad a favor de su historia. Es cierto que técnicamente ella experimenta menos con respecto a películas donde la memoria tiene un papel central, como Eternal Sunshine of the Spotless Mind (2004), L’Anée dernier a Marienbad (1961) y The Father (2021), por mencionar pocas.
Eso ella lo hace con la claridad de que vida y creación se entrecruzan antes de separarse. Para mostrar que padre e hija toman caminos paralelos o tan circulares como varios movimientos de cámara aquí, viene el desgarro.
En ese momento sabemos que lo ambiguo y lo diáfano se hace breve herida: Mescal se entrega dichoso a la ridiculez de bailar al ritmo de “Under Pressure” y la iluminación entrecorta presente, pasado y futuro de la fiesta vital que viene reiterando el montaje por instantes. Pero esta vez chocan la Sophie niña y adulta, las sombras de los abrazos dados a destiempo, y la banda sonora que nos sugieren incomprensión y soledad.
En la audacia de lo emocionalmente efímero, este trabajo de montaje articula memoria, palabras y reflexiones venideras sobre el abandono y la pérdida. Entonces, se dificulta controlar el impulso de llamar esta creación una de las mejores películas de los últimos años. Solo el tiempo y volver a ella varias veces reafirmarán este juicio para dar cuenta del alcance reparador del cine por encima de cualquier temporada de premios.
*En la entrevista del sitio revista.cinedocumental.com.ar al realizador Luis Ospina puede ser iluminadora sobre el carácter arbitrario del material de archivo. ¿A quién le pertenece lo grabado de la realidad y cuán incuestionable es su naturaleza fiel, aun en una ficción? Preguntas que preocupan poco al menos a la Wells de esta ópera primera y que a la vez sirvieron para su ficción, término tan cuestionable y conveniente para entender la naturaleza de unas y otras obras.