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| 04/10/2024 | Actualizado 9:23 pm
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Avatar 2: La Forma del Agua (2022): separar forma y contenido.

Trazar la línea entre forma y contenido parece ser la tónica habitual cuando nos enfrentamos a las megaproducciones o al cine comercial. Asumimos que por un lado está la forma, por otro el contenido, como si fueran dos barcos enfrentados en un océano sedicioso y maligno, un mar muerto que hunde en el agua los cadáveres de críticos y entusiastas por igual. Y en este movimiento marítimo, sobre el fondo de los juicios y los premios; las recompensas y los halagos, prevalece la noción de que aquello que carezca de contenido esta irremediablemente condenado a dos cosas: 1) al “fracaso” en calidad y 2) al “éxito” en el mercado.

Avatar 2: La Forma del Agua (2022) es hablar en el fondo, de esto; de forma y contenido, en tanto la película de James Cameron se expande a través del océano cinematográfico, dominando la cartelera en un apabullante despliegue visual y sonoro, mientras devora el alma que, se dice, ostenta la obra artística. 

13 años después, Avatar 2 inicia donde la primera película concluye, con una introducción a modo de resumen de la vida prospera y feliz que llevan adelante Jake Sully (Sam Worthington) y Neytiri (Zoe Saldaña) en las tierras de Pandora, el planeta natal de los Na’Vi, con su recién formada familia. Hasta que un nuevo contingente de tropas humanas aterriza en el hogar de los protagonistas, arrasando la fauna y flora local, buscando reiniciar la colonización postergada por aquella batalla final de Avatar 1. En este nuevo escenario bélico, Jake Sully deberá tomar una difícil decisión para poner a salvo a los miembros de su familia, dirigiéndose a nuevas regiones del planeta donde tomara contacto con los Metkayina, un pueblo marítimo que servirán como protectores de los Sully’s de un conocido adversario que amenaza con vengarse.  

“Conocido” es, precisamente, una palabra que se repetirá en la cabeza del espectador al mirar las diferentes secuencias de Avatar 2, pues su parecido con la película original es, por lo demás, innegable. 

Los ritos de iniciación que ocupaban el descubrimiento de una cultura vuelven a repetirse como modelo para la mayor parte de las escenas, como el hecho de aprender a domar la fauna local, conectarse con la espiritualidad del pueblo, explorar las cercanías del mundo, enamorarse (figurada y literalmente) de los integrantes que componen la nueva comunidad de los Metkayina. Inclusive, se incurre en repetir al antagonista: el Coronel Miles (Stephen Lang) vuelve reconvertido en un Na´Vi con memorias artificiales y en pleno proceso de aceptar su repentina paternidad. Sin embargo, estos nuevos contornos nunca se acaban transitando, como si la misma obra admitiera que lo nuevo no será aceptado, prefiriendo el reciclaje.

Cosa curiosa, porque a pesar de repetir formula, James Cameron otorga un par de elementos relativamente novedosos: el ambiente boscoso de la original es cambiado por las extensiones marítimas; la relación de pareja sostenida por Sully y Neytiri ahora se aboca a la vida en familia; la macroamenaza abstracta y general de los humanos es reemplazada por la microamenaza, íntima y personal del Coronel; Jake Sully se explora y muestra más como padre que como marido o pareja; Neytiri se vuelve más furiosa, dejando de lado la alegría que la caracterizaba en la primera película; y el Coronel Miles, que inicia como un enemigo superficial y plano, aquí se introduce en un intento de humanización y profundidad.

Además, la aventura acuática que estructura la trama de Avatar 2 viene cargada con nuevas temáticas. Del mismo modo que conserva el diálogo opuesto entre civilización y cultura; colonialismo e indigenismo, también versa sobre la identidad y el sentido de pertenencia. Los hijos de la familia Sully: Neteyam, Lo’ak, Tuk y la hija adoptiva, Kiri, se enredan en las corrientes del desconocimiento personal, en la búsqueda de una idea gradual o total de quienes son, de este modo, sirven al encuentro con los Metkayina tanto como forma de exploración personal como social, en plena efervescencia por encontrar los rasgos de su personalidad, ya que cada uno de ellos, a excepción de la pequeña Tuk, son adolescentes. 

Pero los pilares que pueden sostener a la obra de Cameron dándole un alma, un corazón atribulado al cual adentrarse, se ve retenido por la superficie. Esto es, la necesidad casi obsesiva de simplificar sus propias discusiones. De reducir las implicaciones e ideas que subyacen a sus personajes a momentos que transitan en el estereotipo y el cliché. Al final, la trama y el discurso, todo aquello que articula el contenido, se ve desplazado por la razón última del film: la espectacularidad, quizá la obra de Hollywood más impresionante desde Los Vengadores Infinite War (2018) y Endgame (2019), con su festival de luces e innovaciones técnicas que aplacan el ojo y el oído en una experiencia efectista y saturada.

Avatar 2 desborda el tecnicismo. Es una película que desdeña al estilo y hace prevalecer la técnica por encima de cualquier otra cosa. Cada plano más impresionante (ni complejo o inteligente), cada sonido más preciso y texturizado (ni experimental o expresivo), cada escena transcurriendo con el poder de la pantalla verde, un método que ha avanzado al punto de mostrar los más mínimos detalles en esos cuerpos computarizados de los Na’Vi y las diversas criaturas marinas. El detalle a nivel del realismo especulativo para dotar de vida a unas entidades que, irónicamente, carecen de alma cuando son dispuestas en este universo de ciencia ficción bélica.

Cameron cuenta con todo el tiempo y presupuesto del planeta para asentar un mundo de ficción interesante, pero aquellas horas y millones sueltos que se extienden al punto de ser inabarcables, no han sido capaces de afirmar un proyecto, al que muchos han considerado tardío. Por supuesto, Avatar 2 no corrió la suerte de otras secuelas que llegan con años de atraso a las carteleras del globo. Avatar 2 no se hundió como Día de la Independencia: Contraataque, y, aun así, tampoco llego a las impresiones – falsas, ilusorias- que capturo su primera parte en aquel lejano 2009.

Quizá el mayor terror que subyace a Avatar 2, más allá incluso de ser el ejemplo perfecto de los fallos y aciertos de Hollywood, es que viene a certificar el estado mortuorio o en proceso de defunción del cine de James Cameron y su rol como director de ciencia ficción. De ese primer Cameron, que ocupa la potencia de los efectos especiales en Terminator 2 para brindar una de las escenas más aterradoras del cine, en aquella explosión atómica en las pesadillas de Sarah Connor, que es tanto el espejo negro de los miedos del siglo XX ante la propia aniquilación humana como un despliegue sin parangón de proeza técnica al servicio del espíritu de la obra. De ese primer Cameron que acá, en 2023, potencialmente certifica su desaparición entre los pliegues del espectáculo visual y vació de Pandora. 

Avatar 2: La Forma del Agua (2022) fue estrenada en salas el pasado diciembre del 2022 y se encuentra compitiendo en 4 categorías para los premios Oscar, incluyendo Mejores Efectos Especiales y Mejor Película.

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