“Gladiador II” (2024): La caída del Imperio
La caída de Roma fue hace casi 2000 años, pero el cine la revive cada tanto. “Ben-Hur” (1959), “Espartaco” (1960) o “La Vida de Brian” (1979); con Cristo o con los excesos de su imperio, con imágenes de su arquitectura y sus legionarios marchando. La visión de una Roma espléndida y colosal en todo sentido. Ridley Scott ya dio un vistazo a ese mundo en el 2000 y ahora, 24 años después, nos entrega los hechos posteriores a la muerte de Máximo Meridio, teniendo como protagonista a un coliseo que parece ser la representación de dos cosas: la grandeza de una civilización y de su lado más sombrío y oscuro, ese que parece un anticipo de su derrumbe.
Al igual que la primera parte, “Gladiador II” inicia con una batalla y la conversión de un hombre libre a esclavo, y luego, en gladiador. Lucio (Paul Mescal), aquel muchacho de la primera entrega ya es un adulto y debe sobrevivir a diferentes batallas en el coliseo, para cumplir una venganza contra el general Justo Acacio (Pedro Pascal), responsable de la muerte de su esposa. Mientras se desarrolla una trama política de conspiraciones y derrocamientos, en este caso doble. Entre Lucila (Connie Nielsen) y Acacio, por un lado, y por otro, el principal antagonista, Macrinus (Denzel Washington), un promotor de gladiadores en Roma. Eventualmente, confluyendo hasta un clímax que redefina el futuro del imperio, sumido en la agonía y la corrupción desde la muerte de Marco Aurelio, 16 años antes de iniciada la trama.
Este parentesco no es solo inicial. En un vistazo global, la película puede entenderse como una actualización del primer filme; se conserva la estructura (entre salas secretas y violencia de la arena), casi los mismos personajes, con las mismas tramas (un gladiador, un soldado, unos políticos y una princesa), similares sucesos y eventos (de la batalla pasamos a discusiones y viceversa), los roles (el héroe, el traidor, el corrompido), los mismos villanos o con la misma psiquis (o la falta de ella) y el estilo. Puede que haya algunos ajustes, pero el recuerdo se hace imborrable al punto que es complicado no experimentar esta película sin una constante comparación con la cinta original. Incluso en aspectos temáticos, donde se dan discusiones sobre una grandeza perdida.
Sin embargo, la película es todo menos minimalista; la Roma de “Gladiador II” agoniza, o eso nos dicen, pero lo único que presenciamos es grandilocuencia: en la imagen, en el sonido, en los escenarios o en los diálogos. Hay una constante utilización de los planos generales, para exhibir la inmensidad de la arquitectura romana al tiempo que representan la escala de los acontecimientos, con muchos elementos interfiriendo en el plano, sean personas, objetos o detalles gráficos.
De igual forma, se utiliza continuamente la cámara lenta para acentuar los momentos dramáticos o las escenas de acción, magnificando aún más los aspectos estilísticos de la película. Las conversaciones están repletas de una inmensa elocuencia y cargadas de citas y evocaciones personales. La música resuena en toda instancia: en los momentos tristes, en las acaloradas y violentas batallas del coliseo, en la tranquilidad o en la tensión. Todo reboza un gigantismo literal y figurativo, pero su “exceso” no viene de la pura forma estética, sino de una actitud que germina en un estilo más convencional. Ese exceso que se identifica con el espectáculo y la espectacularidad, pero no con el riesgo estético.
En este imperio de los efectos, los combates representan el sumum de esta apuesta, aunque acá tampoco haya nada renovador u original. El montaje siempre alterna entre el duelo y los rostros de los espectadores. Esto tiene una doble función: por un lado, establece las relaciones emocionales de los personajes con el suceso, y por otro, nos sitúa a nosotros en esa emocionalidad, guiándonos, porque al igual que ellos, atestiguamos la violencia y la muerte de los gladiadores; nos sentimos abrumados, entretenidos, extasiados y tensos ante el peligro que enfrentan. Y estos duelos solo se expanden en su apuesta; se van volviendo más y más exagerados a medida que avanzamos y nos sentimos como los dos emperadores, Geta (Joseph Quinn) y Caracalla (Fred Hechinger), que se divierten como niños ante la sangre y la destrucción.
Si Roma está muriendo, nosotros no tenemos ni idea. Aunque los personajes insisten con “el sueño de Roma”, una manera de resumir su futuro y su ideario: una suerte de baluarte de la humanidad frente a la barbarie y los peligros que la acechan. Pero pareciera que en el fondo no están hablando de su tiempo, sino del nuestro, de esta civilización occidental (lo que sea que signifique el término) en pleno declive. Condenada a la guerra atómica o la catástrofe medioambiental o ambos, uno después del otro. Llena de líderes corruptos e incompetentes, de convulsiones políticas y sociales que le precipitan a un abismo ineludible e insalvable.
En la película aún hay espacio para la esperanza. Terminamos presenciando un mundo inagotable, a punto de ser solucionado por unos hombres virtuosos y destinados a la grandeza, que dejen un imperio atemporal y eterno donde se vea cumplido ese gran “sueño de Roma”. Sin embargo, nosotros sabemos que eso no ocurrió. El imperio pudo existir muchos más años que los delimitados por la película, pero lo único que siguió fueron décadas, y hasta siglos, de impresionante mediocridad hasta una caída apocalíptica que transformo el mundo por un milenio ¿Acaso ese será nuestro final? ¿Año a año, cada día peor que el anterior, y antes de que nos demos cuenta, una conclusión agónica entre las ruinas de un imperio caído? Todo parece apuntar a ello, aunque Ridley Scott apuesta por la esperanza y el heroísmo en medio del caos y la incertidumbre. Quizá nosotros también debamos hacerlo.
“Gladiador II” (2024) de Ridley Scott se encuentra disponible en salas de cine desde el 14 de noviembre.