80 años de “Meet John Doe” (1941): Las manos sucias
En ocasiones sucede que la opinión que tenías de un artista cambia de forma irremediable, sea porque fuiste alejándote sin remedio de su obra y ya eres incapaz de salir a defenderla, o porque alguien plantó en un momento dado la semilla de la duda, ésta creció sin medida y súbitamente tienes frente tuyo un bosque de “peros” que ahora ocupa el lugar de esos filmes que tanto disfrutaste en el pasado.
A algunos eso les ocurre estos días con Woody Allen —y es entendible—, pero a mí me pasó hace años con Frank Capra. Y todavía no me recupero. En serio.
No lo hago porque las películas del joven Frank te pegan como un tren, en especial si tienes poco más de veinte y estás comenzando a sumergirte en el Hollywood clásico (antes del streaming era más fácil: el cable solía programarlas; hoy, la única solución parece ser el torrent). Es en ese escenario que la dinámica y el optimismo de “It Happened One Night” (1934) o “Mr. Deeds Goes to Town” (1936), y los ideales mancillados de “Mr. Smith Goes to Washington” (1939) calan hondo y no se olvidan; al revés, se convierten en parte de tu paisaje a medida que las contrastas con sus contemporáneas o puedes ir apreciando su influencia en el tiempo; en fin, Capra se vuelve rápido una moneda de cambio cinéfila a la que puedes echar mano hasta que te topas con las sombras. Vaya qué sombras.
Gran parte de la culpa la tiene un libro gordo: “The Catastrophe of Success” (1992), la biografía de Capra, magníficamente escrita por el historiador Joseph McBride hace casi treinta años. Tal como nos ocurrió a muchos, McBride se fascinó de joven con los clásicos de Frank, quiso indagar más, se preguntó cómo es que la carrera del director se eclipsó tras la década del 50 y cómo fue que hizo para convertir su libro de memorias —”The Name Above the Title” (1971)— en un superventas, sobre todo considerando que buena parte de lo que figuraba en sus páginas era exagerado, inexacto o simplemente falso. Indagó tan profundo que Capra emergía desde la página más cercano del doblez y cruel Mr. Potter que del abnegado (y algo neurótico) George Bailey, de “It’s a Wonderful Life” (1946). Acaso el descubrimiento más grande del libro fue que la gran reserva moral de los filmes de Capra no era el propio director sino su guionista en la gran mayoría de sus celebrados títulos: Robert Riskin. La sociedad entre ambos había comenzado a principios de los años 30 y se prolongó a través de una decena de películas, las mejores en la carrera del cineasta, y se detiene en 1941, tras la única película que ambos produjeron en conjunto e independiente de los Estudios: “Meet John Doe”.
Nominalmente, la película es la historia de Long John Willoughby, un don nadie (Gary Cooper) que llega a convertirse en una personalidad nacional y en un potencial candidato político, tras pretenderse el celebrado autor de una serie de columnas publicadas en The New Bulletin en que protesta acerca de un cuánto hay de la sociedad moderna y sus males, amenazando nada menos que con suicidarse saltando desde el edificio de la alcaldía no bien llegue la Navidad. Vista así la película es otra más de las fábulas ideadas por Capra y Riskin al alero de la Gran Depresión y los planes sociales del presidente Franklin Roosevelt, pero la cosa cambia cuando desplazamos el punto de vista hacia Ann Mitchell (Barbara Stanwyck), la periodista que realmente escribe los textos de “John Doe” y quien inventó al personaje en un conato de venganza tras ser despedida por el mismo diario que luego le ruega volver para continuar alimentando la gallinita de los huevos dorados. En cierto modo es ella, y no Long John, la verdadera protagonista del filme; una figura tan fascinante, como repelente y desesperada: “John Doe” no es sólo hija de su imaginación sino producto de sus literales aletazos lanzados contra su empleador, con tal de no quedar en la calle. Poco hay de idealismo y abnegación ahí, y sí mucho de mendacidad, individualismo y supervivencia a cualquier costo. A veces me pregunto si Riskin no habrá estado pensando en su amigo —y pronto ex-amigo— Frank, al escribir el papel de Ann. Tal como ella, el director sabía de vida callejera, pobreza y necesidad; y sabía que era capaz de hacer cualquier cosa para erradicar esos fantasmas. Lo siento por Jimmy Stewart y sus legendarios papeles para el cineasta, pero en la piel de Stanwyck, la tormentosa Ann Mitchell emerge como una antiheroína quintaesencial, un personaje de manos y conciencia sucia, digna de tiempos salvajes, digna de estos tiempos.