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21 noviembre 2024, 06:58 AM | Actualizado | Chile
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Oppenheimer (2023): El mito de Prometeo

La secuencia que nos lleva a la construcción y explosión de la primera prueba atómica es lo mejor que ha hecho Christopher Nolan en toda su carrera. Un tour de force que tiene a científicos, ingenieros, soldados y civiles expectantes de un proyecto que puede acabar, al mismo tiempo, con la guerra y la humanidad. Se construye la tensión a través de las miradas y posicionamientos espaciales mientras se despliega un universo sonoro que tiene a las voces, los gritos y la cuantiosa banda sonora de Ludwig Göransson dominando cada ángulo de la imagen. Pero cuando el botón rojo es pulsado, el ruido desaparece, las figuras casi se pierden un destello blancuzco y luminoso. La profunda e inabarcable oscuridad del desierto nocturno se difumina y sobre él emerge un monumento de destrucción. El hongo atómico se alza y derrumba, mientras las célebres palabras de Robert J. Oppenheimer entran sobre los últimos estertores de su más perfecta creación: “Ahora me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos”. Y luego, una ensordecedora explosión nos impacta, recordándonos el futuro y la historia que dicho invento tendera sobre la humanidad.

Brillante. No hay nada que resuma tanta belleza y horror en la filmografía de Nolan. Si entendemos el devenir de tal arma, no podremos sentir más que pánico ante su capacidad para borrar la vida sobre la tierra, pero en el vacío absoluto, su nacimiento nos resulta fascinante y hermoso.

Oppenheimer (2023) es un biopic enfocado en recordarnos la brillante mente de un científico que luego es devorado por remordimientos y culpas, pero es también el relato escindido de un rival, Lewis Strauss (Robert Downey Jr.), cuya única función consiste en servir de espejo moral al genio de Robert J. Oppenheimer (Cillian Murphy). Al costado del retrato personal está la historia, y las acciones de una comunidad y un país que devino en la construcción de la bomba atómica. Están los amigos, los amantes y las instancias decisivas que nos llevaron a encontrar nuestra destrucción.

Sin embargo, habría que plantearse hasta qué punto 30 minutos son capaces de situar realmente la valorización de una obra. Habrá quienes intentan ver la verdad en el todo y en ese caso nos resulta un tanto problemático agradecer a una película de 3 horas por unos escasos 30 minutos. ¿Qué ha ocurrido antes y que vendrá después? ¿Cómo se las ingeniara para el resto de la obra este a la altura de lo que hemos presenciado? Cierto es que ningún filme puede ser, todo el tiempo, tan abrumadora so pena de cansar al espectador y hacer que aquel glorioso momento que da sentido y forma a lo que se cuenta, pierda su magnitud e impacto.

Pero eso no tendría cabida en Oppenheimer, tan colosal y cuantiosa en tantos y diferentes aspectos. La última película de Nolan es agotadora, kilométrica. Tiene todas las señas de una obra total inclusive. Llena de personajes, de tiempos, de perspectivas, de actores, de presupuesto, de escenarios, de efectos, de sonidos, de monólogos, de técnicas; es su película más autoral por cuanto cada escena y secuencia rezuma su estilo incurriendo en un gran ejercicio de reciclaje de todas y cada una de las marcas estilísticas que le han elevado a la categoría de “autor”.

Nombre usted cualquiera que ahí aparece: la narración que varía entre pasado y presente mediado por una confesión que viene de Following (1999); múltiples puntos de vista con múltiples puntos de verdad como en The Prestige (2006), montajes alternados que sintetizan elaboradas planificaciones y procedimientos (Inception, 2010), insertos abstractos (Interestellar, 2014), manipulaciones sonoras (Tenet, 2020), una imagen que cambia entre blanco/negro y color para expresar situaciones narrativas diferenciadas en tiempo y perspectiva (Memento, 2000). Aparte de lo formal, también reaparecen algunos de sus principales problemas: un diálogo de evocaciones shakesperianas con largos monólogos sobre la condición filosófica de turno, junto a una emocionalidad fría y plana.

Lo último no tendría que extrañarnos por mucho que sus películas sean dedicadas a los intelectualoides. No por nada, el amor se presenta en cada una de sus producciones, y en Oppenheimer el resultado lacrimógeno es, como siempre, cero.

Reduzcamos este punto a un simple juego. Contemos cuantas veces aparece en pantalla la amante de Robert Oppenheimer para considerar si es de suficiente importancia. Si estamos dispuestos, solo llegaremos a la asombrosa cifra de cinco escenas. Ninguna de ellas sobrepasa los 5 minutos. Ninguna de ella tiene más intercambio de pasiones que la que tiene una tostadora calentando el pan.

Puede que su mal tino en los sentimientos provenga, hasta cierto punto, de su tendencia a la sobreexposición. Aunque, hablar del mal síntoma en que sus personajes (y su guionista) sienten la necesidad de exponer su interior, a la par que describe, en términos muy expositivos, las acciones y situaciones que se están desarrollando en frente de la pantalla, resulta muy quemado. Por un lado, oblitera las discusiones en torno al valor de Nolan; por otro, bloquea cualquier otro señalamiento. Pero ¿Cómo no hacer este apunte por doceava vez? El mal persiste aunque en Oppenheimer sus apariciones se han atenuado; por lo menos su dimensión sonora puede respirar y sus actores no están anclados al mecanismo verbal para expresar de mejor manera sus roles.

Hay un par de escenas que se desprenden por completo de este problema para expresar, a través de la imagen y el sonido, los remordimientos personales que dejo la creación y utilización de las bombas atómicas en la conciencia de Oppenheimer. Mal que estas escenas, amen de ser pocas, son también cortas, y rápidamente se regresa a la apuesta habitual de explicar todo para que todo el mundo lo entienda por mucho que las situaciones, en sí, no sean realmente difícil de desentrañar o comprender. Entonces ¿Por qué entonces se siente tanta la necesidad de dejar en claro lo que es tan evidente a través de un leve ejercicio de imaginación?

No creo que se deba a la ya manida respuesta que sitúa a Nolan en una torrencial condescendía con sus espectadores. Más probable resulta pensar que el director ingles no quiere situar nada fuera de su propia comprensión. Eliminando la ambigüedad, resulta más fácil controlar el sentido de lo que se está contando y, de esta forma, puede eliminar interpretaciones que divaguen en delirios o referencias demasiado subjetivas.

No es de extrañar viendo que sus thrillers son de todo menos misteriosos y Oppenheimer se estructura en el suspense de una condena y de una sospecha por traición (y por cercanía comunista). Salvo que allí donde la mayoría de las películas prefiere dejar preguntas sin resolver, Nolan se esfuerza por atar los cabos sueltos. Si la dimensión narrativa no queda, en última instancia, concluida; sí que lo hará en términos morales o metafóricos, con alguna victoria ética que determine la razón de sus personajes. Acá no hace falta ir muy lejos en referencias: los finales de su trilogía con Batman son paradigmáticos en este sentido.

Por ello, la película no consigue eludir los peores aspectos de la hagiografía. Al final se concluye, para evitar cualquier clase de sospecha que se pueda tender con Oppenheimer, que es (fue) un amante cariñoso, un gran amigo, una persona integra que cometió un error e intento repararlo. Lo que nos lleva, casi irremediablemente, a que en el instante en que la cinta se termine, no nos quede duda que el científico fue alguien bueno que asumió su responsabilidad y que sus allegados, víboras sin conciencia, fueron los que impulsaron el descalabro atómico por encima de su voluntad.

Lástima que para la cantidad de facetas puestas en el examen biográfico se condensen a través de un juicio que, aparte de lo evidente, funciona como una limpieza de imagen y redención. Cuando la película también se ha demostrado lo suficientemente sombría con el futuro de la humanidad. De esas miradas que le han granjeado, por momentos, el calificativo de “película de terror” y que se sintetiza en su aproximación política.

La tesis no es nada fuera de lo habitual. Los poderosos son hombres vulgares y crueles que trabajan en la sombra para mantener el control, sin embargo, son sus detalles y sospechas asumidas lo que impulsa el carácter más siniestro de esta serie de figuras que son capaces de mantener y perfeccionar armas de destrucción masiva por sus propios intereses. Una escena, sorprendentemente contenida mas no sutil, lo ilustra a la perfección: aquella que tiene a los científicos y los políticos de Estados Unidos discutiendo que ciudad será la elegida para probar el poder destructivo de las bombas.

Esa escena como aquella donde se prueba por primera vez el invento de Oppenheimer está manufacturada en la misma consistencia. Estaría tentado de decir que escapan del “estilo Nolan”, pero no seria correcto. Ahí están sus señas personales y, sin embargo, su presencia transita potenciando sus virtudes y escondiendo sus defectos, en vez de simplemente, exponer todo lo bueno y todo lo malo que una filmografía puede tener para consigo mismo.

Hasta acá no hay porque negarlo. Hablar de Oppenheimer es difícil. Llena e inmensa como ella sola y con un nombre que implica tantas cosas para el medio. Es probable que ninguna crítica termine por hacerle justicia, pues por otro lado, al ser Nolan uno de los poquísimos directores santificados por un público mainstream, es tentador afirmar que criticar despreciativamente cualquiera de sus películas es más peligroso que todos los comentarios negativos que podamos hacer con algún clásico. No sé yo, Scorsese o El Padrino (1972) por ejemplo. Ahí están todas las reacciones que ha generado y sigue generando los comentarios que se hacen con The Dark Knight (2008).

La misma Oppenheimer va camino a convertirse en un éxito comercial, amasando por el camino cuantiosos de halagos, como el que hizo recientemente Paul Shrader (guionista de Taxi Driver y director, entre otros, de American Gigolo) a este relato megalómano, casi infinito e imperfecto, tan grandioso como el mito que regurgita entre las salas que reformularon el futuro del mundo hacia su apocalipsis. Este Prometeo Moderno cuya gloria se esfuma rápido entre la explosión atómica. Gloria que se traduce en esos 30 minutos, los que bastan para reflejar una obra portentosa. 30 minutos consagratorios, lo suficiente al menos, para que toda la experiencia valga la pena.

Oppenheimer fue estrenada el pasado 20 de julio encontrándose disponible para visionado en salas nacionales.

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