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«Megalópolis» de Francis Ford Coppola (2024): Las últimas utopías
El 2024 nos regaló una película sobre el fin de una nación (Civil War) y otra más sobre el fin de un imperio (Gladiator 2). Si acaso la situación mundial está filtrando sus angustias y visiones apocalípticas en la ficción, es algo que deberíamos dilucidar con un poco de tiempo entre nuestras primeras impresiones y el recuerdo, pero pareciera que la respuesta es más inmediata que en otras ocasiones.
El mundo se acaba, los animales mueren, los bosques se incendian, los países van a la guerra al amparo de la última y definitiva destrucción ¿Cómo no ver en estas producciones un catalizador de nuestro miedo más profundo a la muerte y el fin de los tiempos? En el caso de “Megalópolis” (2024), el fin de una era coincide con el fin de una trayectoria: Francis Ford Coppola se retira de la dirección con una película marcada por el exceso, una idea que ha identificado a varias de sus producciones más importantes. Desde el desastroso rodaje de “Apocalypse Now” (1979) hasta el colosal fracaso de “A One From the Heart” (1981) o la trilogía criminal de “El Padrino”, Coppola se entrega, en esta ocasión, a la utopía: el fin es un principio. Este es su testimonio y su aparente legado.
Encarnado en la figura de un niño rico: Cesar Catilina (Adam Driver) es un arquitecto y un visionario. Quiere reformar la ciudad de Nueva Roma, pero se enfrenta a la oposición de un alcalde impopular e incompetente, Franklin Cicero (Giancarlo Esposito), cuya hija se acaba enamorando del sempiterno rival, al tiempo que una antigua amante (Aubrey Plaza) y un primo perverso (Shia LaBeouf) intentan derribar al arquitecto con una conspiración y revuelta popular. Al medio de todo este melodrama político está la voz de un sirviente (Lawrence Fishburne), un individuo a la sombra que unifica los pasajes y secuencias de «Megalópolis» en una narración reflexiva. Empujándonos al pasado y al futuro de la Utopía que intenta erigirse, una que viene en pequeñas dosis, pues la centralidad de la película reside en las angustias personales de su protagonista y en su particular historia de amor.
La construcción, literal y figurativa, de una nueva sociedad asoma en contadas ocasiones al amparo de las idas y vueltas de una relación enmarañada por una política light, de conflictos y envidias privadas. Dejando al mañana como un mero deseo, tanto así que el tiempo se convulsiona en un mundo que atrapa tanto el pasado como el futuro (cercano y reconocible) de avanzada tecnología.
Nueva York es la Antigua y Nueva Roma al mismo tiempo; los personajes visten y viven entre suntuosos escenarios llenos de detalles anacrónicos. Portan nombres y apellidos que les construyen una genealogía de nobleza y asumen sus roles, contemporáneos y perfectamente reconocibles, con la pose y las actitudes grandilocuentes de una era antiquísima. Gestos patricios, una larga secuencia dedicada a las relaciones endogámicas de esta elite política en medio de un coliseo, con carreras, gladiadores, banquetes, circo y excesos corporales, desde el sexo hasta las drogas de todo tipo, pasando por la venganza y una particular tradición que se entronca con la música pop.
La grandilocuencia de «Megalópolis»
Cesar y Cicero son como estrellas de rock y príncipes; personajes shakesperianos con un toque de playboy y de realismo. Todos ricos y poderosos, todos habitando un mundo de lujos y opulencia material en el cual los pobres, ese por cuyo futuro se lucha, devienen como anexos. Notas al pie de página de una intriga aristocrática, tanto así que ni siquiera tenemos el futuro (o su construcción) ni sus habitantes (pobres, marginales, etc.), solo un relato atrapado por su presente. Una prisión que incluso adquiere un hecho concreto: Cesar literalmente para el tiempo en algunas escenas como una metáfora de la imposibilidad de progresar en conjunto.
Y por ello, no es extraño dar cuenta de su montaje, el cual elide el desarrollo clásico de los dramas. No siempre una acción le sigue otra de forma coherente. A veces el tiempo se asume y la narración se permite vacíos y saltos. Sin explicaciones y nexos entre las diferentes escenas, queda a la imaginación del espectador llenar los vínculos psicológicos y situaciones globales. Al mismo tiempo, eso permite tratar cada escena como una experiencia única, porque, en parte, están construidas siguiendo esta idea. Cada escena, una técnica.
La grandilocuencia y relevancia (auto)impuesta de «Megalópolis» se concibe desde el exceso formal. Insertos subjetivos, luces acentuadas, una pantalla dividida para mostrar diferentes planos, grandes encuadres, detalles sonoros, planos aberrantes. Es un ejercicio de soltura estilístico que nos recuerda “Oppenheimer” (2023); hay tantas pretensiones, desde lo discursivo hasta lo estético, que se convierten en experiencias avasallantes. La totalidad de sus sonidos e imágenes nos regresan a su director, elevado a autor, a un punto donde su megalomanía pareciera transparentarse con la de sus propios personajes. Nolan como el científico de la bomba atómica; Coppola como el arquitecto de una nueva utopía. Creaciones que evocan el terror y otras que dan esperanza.
¿Y cómo no van a hacerlo? Tanto uno como el otro parecieran plenamente conscientes de la relevancia de sus temáticas. Ante un mundo que desbarranca, que mejor que ponernos frente al espejo negro del cine para ver historias (reales o falsas) sobre nuestra destrucción o salvación. Tanto así que pareciera que el objetivo real, más allá de despedir una carrera o dejar un legado, es utilizar el cine para salvarnos del abismo al que firmemente nos dirigimos.
Y tanta indulgencia, diluida entre poderosos, ricos o nobles. En sus dilemas, en sus secretos o en sus injurias y ofensas, que son, a fin de cuentas, su propio director. Uno de los más grandes, uno de los más importantes; uno cuyas películas siempre aparecen en los listados más serios. Acá se termina su viaje, aspirando a algo que su generación perdió con el paso de las décadas (un movimiento que parece ser afín y paralelo a su propia carrera): una utopía. Un sueño por el que levantarse cada mañana y avanzar hacia el futuro. Pero ante ese viaje deberíamos preguntarnos, si acaso, el poder de fabricar utopías sigue en manos de los poderosos y privilegiados, esos que tan felizmente nos han impulsado al desastre contemporáneo.
“Megalópolis” (2024) de Francis Ford Coppola se estrenó el 9 de enero en salas de cine nacionales gracias a la distribución Cine Color Chile.