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“Cantos de represión” (2020): derribar el mito

La cinta ganadora del premio a mejor película chilena en la última edición de Ficvaldivia, dirigida por Marianne Hougen-Moraga y Estephan Wagner, hace un retrato contemporáneo de Villa Baviera, hoy transformado en un centro turístico en la era pos-Paul Schäfer.

Crecí en Talca, a menos de 200 kilómetros de Villa Baviera. En los 90 aún se llamaba Colonia Dignidad y aparecía cada cierto tiempo en las noticias como un lugar oscuro, con personas diferentes y reglas que se escapaban de lo que yo conocía. Muchas más nociones no tenía acerca de esta sociedad paralela al Chile en el que yo vivía, que se acercaba ferozmente al nuevo milenio. Hacia fines de la década aparecían los casos de Salo Luna y Tobías Müller, el doctor Hartmut Hopp y, años más tarde, mientras estudiaba en la universidad, la espectacular captura de Paul Schäfer, el ideólogo y líder de esta comunidad distópica en medio del valle central. 

Era una narrativa mediatizada y con aires de mito. Me llevó tiempo asociar la dictadura de Pinochet y las violaciones a los derechos humanos que se perpetraron dentro de Colonia Dignidad a los ya atroces hechos que conformaban la base de este enclave: abuso sexual sistematizado, golpizas brutales y experimentos médicos.  En 2015, la caricaturesca película La Colonia volvía a poner el tema sobre la mesa, con un Paul Schäfer cuya exagerada interpretación rayaba en lo cómico, con aires a Darth Vader, persiguiendo a los protagonistas, Emma Watson y Daniel Brühl, por pasillos de un aeropuerto en Santiago, justo antes de que alcanzaran a escapar. 

Con Cantos de represión, por primera vez un documental se encarga de echar abajo el mito mostrando la vida al interior de la comunidad, ahora sin Schäfer y transformada en un complejo turístico. El relato se construye a través de un grupo de personajes que se ubican en diferentes lugares respecto a la grieta que significa el periodo liderado por el llamado Tío permanente. Algunos parecen estar atrapados en una comunidad que, al tiempo que les ofrece todo, les impide experimentar la libertad del mundo exterior. Se trata de personas que a la fuerza han echado raíces y a los que salir al Chile moderno les significaría revivir los traumas con los que cargan. 

Una de las protagonistas se sorprende cuando una psicóloga relaciona el sexo con el amor. Para ella, la experiencia sexo-afectiva ha sido tan distorsionada por los abusos que aquella simple noción escapa de su entendimiento.  Su esposo, uno de los personajes disidentes, que muestra una mirada crítica con el pasado y presente de la comunidad, empecinada en borrar la memoria de Schäfer con un pacto silencioso, cuenta que el sexo, para ellos, ha sido solo una manera de procrear. 

Pero también están los otros, una pareja que rescata los valores del nazismo con el que llegaron a nuestro país y hacen una desvergonzada apología de la disciplina. En este grupo está otra anciana que se refiere a Pinochet como un buen hombre, que hizo lo que tenía que hacer. En una suerte de limbo, están dos trabajadores que lidian de forma diferente con las aberraciones cometidas. Uno es un guía turístico que prefiere reír ante la desgracia, y que ha transformado la historia del lugar en un discurso de consumo para los turistas. El otro trabajador aparece solitario en un columpio mientras cuenta que se ríen de él por este hábito infantil. Su reflexión es personal, pero fragmentada. Parece ser el personaje más afectado por los abusos, al punto que parte de su memoria ha sido borrada. 

Para algunos de estos personajes es más fácil hablar de un futuro, encarnado en el éxito del complejo turístico. Uno de los actuales líderes habla sobre una integración económica, pero resalta la importancia de la integración cultural, una suerte de perestroika y glasnost que auguran un progreso limpio. 

Política aparte, quizás uno de los pocos elementos mitológicos que persisten en la decadencia de las imágenes es la música que acompaña a los personajes. Los cantos, instrumentos y melodías que remiten a la Alemania nazi son un hilo conductor en el film, que forzosamente unen a estas personas desterradas con un pasado idílico al que se aferran con fuerza. 

Pero mito y realidad no tardan en colisionar. Mientras los turistas chilenos disfrutan de los actos de varieté que han preparado los vecinos de Villa Baviera, familiares de detenidos desaparecidos reclaman en las afueras por la impunidad de quienes perpetraron dichos crímenes. A lo lejos, en una tranquila casa de reposo, los miembros más antiguos de la comunidad, hoy postrados, en sillas de ruedas y con la demencia mordiéndoles los talones, cantan himnos nazis y reflexionan sobre la grandeza de su pueblo. 

El retrato de Cantos de represión de Villa Baviera inevitablemente hace ecos de la historia reciente de Chile, obligado a avanzar a toda costa, a punta de acuerdos tácitos, aunque signifique construir un futuro sobre fosas comunes. El mito, finalmente, resulta más cercano y explicable contado a través de estos personajes que cargan con un pasado tenebroso. Pero más allá de derribar el mito, la película siembra dudas sobre el futuro de la comunidad en un Chile pos-18-O, donde aquellos que perpetraron los horrores y encubrieron los crímenes dejan de existir y los que fueron víctimas encuentran diferentes formas de darle sentido a sus vidas. 

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