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“La última frontera” (2019): Lugares donde nadie ha podido llegar

Luego de un texto introductorio que nos sitúa en el contexto de una dictadura cívico-militar que torturó, reprimió y asesinó a miles de sus opositores, lo primero que observamos en “La última frontera” (Fernanda Abarca y Andrés Opaso, 2019) es a una persona vendada que, posteriormente, es interrogada por un agente de la Central Nacional de Informaciones (CNI). Luego de un salto temporal no definido, descubrimos que la protagonista se llama Carmen (Francisca Walker), una mujer que busca ser parte de una productora publicitaria. La ambigua brecha temporal no es un error, sino más bien un acierto de guión que confunde tanto como atrapa; al no revelar mayores detalles de su captura, la intriga que rodea a la protagonista comienza a estar presente desde momentos en que sube a un misterioso auto, hasta en misteriosas llamadas que recibe en su nuevo ambiente laboral. En plena fiesta de trabajo, uno de sus compañeros la recuerda por su verdadero nombre: Loreto. Entonces, ¿quién es realmente “Carmen”? La ópera prima de Fernanda Abarca y Andrés Opaso se desarrolla como una historia repleta de misterio y falsedades, en donde el trabajo publicitario se evidencia como una clara analogía de todo aquello que era embellecido para encubrir las crudas intenciones del personaje principal interpretado por una sólida Francisca Walker, en un contexto en donde toda actividad en oposición a la dictadura de turno podría significar un deceso seguro. Sin embargo, no todo son sutilezas. Escenas de violencia física afloran como flashbacks de “vidas pasadas” de la protagonista, en donde destacan momentos en donde lo que incomoda más es aquello que se escucha, no lo que se ve. Afortunadamente, la producción no recae en evidenciar crudeza gratuita, ni tampoco en hacer vista gorda a los hechos que ocurrieron en la época; la violencia es filmada con mucho tacto.

Resulta sumamente interesante el acercamiento que los guionistas Claudio Soto e Iñaki Goldaracena plantean para ahondar en las motivaciones de Carmen/Loreto, ya que evitan el camino fácil de la polarización de ideales y desarrollan un personaje repleto de áreas grises que busca cuestionar al espectador sobre qué rol podría tomar en un país represivo que se despedaza desde dentro. Chile es un país caracterizado por tener problemas enfrentando la memoria. En nuestra historia cinematográfica, el documental ha sido el formato más óptimo, efectivo y respetuoso para encapsular los recuerdos nebulosos de un país que estuvo casi 20 años bajo el régimen de un dictador. Por lo mismo, la representación ficcionalizada en torno a la memoria de un país muchas veces resulta siendo un reto para los cineastas que se embarcan en dicha misión. Este año se estrenó “La mirada incendiada” (Tatiana Gaviola, 2021), un largometraje inspirado en la historia del fotógrafo Rodrigo Rojas de Negri, una de las víctimas del recordado “caso Quemados”. Al momento de su estreno, la producción recibió un sin número de críticas debido al poco tacto que tuvo para recrear una historia tan sensible como representativa del periodo. En el texto “Cuando no se escucha a las víctimas: Sobre La mirada incendiada, de Tatiana Gaviola” publicado en El Agente Cine, Marisol Águila Bettancourt postuló que “si bien cada realizador/a puede apropiarse genuinamente de un pedazo de la historia de la que fue testigo porque los personajes pueden trascender a sus propias familias y ser parte de un legado mayor, en la interpretación de Tatiana Gaviola hay elementos que alertan sobre un afán simplificador y casi oportunista, que más bien usa la temática de los derechos humanos en vez de defenderlos”. Y ese es uno de los mayores problemas que identifico en este tipo de producciones.

Sin ir más allá de los estrenos comerciales nacionales de 2020, pienso en largometrajes de ficción como “Pacto de fuga” (David Albala, 2020), “Tengo miedo, torero” (Rodrigo Sepúlveda, 2020) o incluso “Matar a Pinochet” (Juan Ignacio Sabatini, 2020), cuyos esfuerzos por representar actos opositores a los mandatos de Augusto Pinochet y compañía se ven completamente eclipsados por lo que lograron obras documentales como “Santiago, Italia” (Nanni Moretti, 2018), “Las cruces” (Teresa Arredondo y Carlos Vásquez, 2018) y “Haydee y el pez volador” (Pachi Bustos, 2019) con el simple hecho de tener como motor principal el relato oral de sus protagonistas. Quienes las hayan visto pueden atestiguar que nada resulta más verídico que la verdad misma, por muy obvio que esto suene. Sin embargo, mi planteamiento no recae en decretar que toda historia ligada a la dictadura deba ser obligatoriamente un documental; al contrario: creo que es necesario tomar más riesgos narrativos en torno a este tipo de relatos, sin confundir la espectacularización de los hechos con la construcción de un guión sólido. Como bien menciona Marisol Águila Bettancourt en el ya citado texto en torno a la adaptación de los últimos días de Rodrigo Rojas de Negri, “cuando una figura es emblemática de las atrocidades perpetradas en la dictadura cívico-militar, los cambios en relación a lo que fueron los hechos sí importan, sobre todo si responden a un interés por romantizar una historia”. Si bien en ningún momento de “La última frontera” se explicita que es una historia basada en hechos reales, una búsqueda de información posterior a mi visionado clarificó que la protagonista está basada en Sandra Alarma, un ex militante del MIR que se desempeñaba en el ámbito del teatro, el cine y la publicidad como maquilladora y que se transformó en delatora para las agencias de inteligencia de la dictadura. En este caso en particular, la vida real sirvió como puntapié para una historia de ficción más que una plantilla para un biopic en torno a su persona.

Sin ahondar mucho más en la trama, sorprende la manera en que Carmen/Loreto se presenta un personaje calculador, manipulador e incluso de sangre fría, pero que, a medida que se devela su contexto, aflora su lado más vulnerable y roto. Sin embargo, el largometraje en ningún momento busca generar partidismo o justificar sus acciones: la protagonista es tanto víctima como victimaria en un contexto histórico en donde muchas personas tenían que sortear una serie de situaciones inhumanas para poder seguir con sus vidas lo más tranquilamente posible. De una u otra manera, lo que busca “La última frontera” es interrogar al espectador respecto a qué posición hubiese tomado si es que hubiese estado en una situación similar a la de la protagonista. Para aquellos que lamentablemente se vieron expuestos a hechos de aquella índole, el guión nunca toca teclas sensacionalistas al respecto, más bien es sumamente prudente respecto a cómo dosificar la violencia que, en aquél entonces, era pan de cada día. A mis ojos, resulta sumamente destacable lo que logra esta sencilla pero potente obra de ficción a lo largo de los 75 minutos en que se desarrolla, sobre todo teniendo en cuenta lo complicado que puede ser “justificar” una espiral de violencia que se lleva a cabo en plena dictadura cívico-militar. Desde ya, me declaro expectante al descubrimiento de nuevas producciones de Fernanda Abarca y Andrés Opaso, quienes podrían alcanzar lugares donde nadie ha podido llegar.

 

 

“La última frontera” (Fernanda Abarca y Andrés Opaso, 2019) se estrenará el jueves 30 de septiembre por medio de las plataformas virtuales de Cinemark, Red de Salas de Cine de Chile, y la Cineteca Nacional de Chile.

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